Querido
diario.
Una vez, hace ya mucho tiempo, creo que en motivo de mi comunión, me
regalaron un objeto un poco extraño: un libro encuadernado en piel
de color rojo. En la portada se leía “Mi diario” escrito en
letras doradas. La sorpresa fue al abrirlo, tenía todas las páginas
en blanco. No entendí nada, ni siquiera entendí si debía agradecer
semejante regalo. Lo miré, lo abrí, lo hojeé, lo dejé abierto
sobre la mesa y lo volví a cerrar antes de preguntar su función. Me
contestaron sin pestañear que era para que cada día escribiera mis
locuras precedidas por la fecha de escritura. Parecía una broma y me
quedé de pie esperando el verdadero regalo.
No fué hasta pasados unos años que intenté la conexión de la
escritura con la vivencia, aquí no hacía falta saludar, presentarse
o despedirse y eso fue lo primero de lo que fui consciente: nunca me
había presentado. Sin casi saber quien era empecé a escribir un
recuerdo para tacharlo después por la sensación de extrañeza que
provocaba, por no reconocerlo al leerlo en voz alta. Mi vida era un
borrón que acabó en la papelera.
Seguí escribiendo, tachando, reescribiendo, encerrando en jaulas de
paréntesis, volviendo a tachar para acabar arrancando la hoja, para
acabar como al principio pero, con una hoja menos en el diario. Mi
vida no tenía sombras, ecos, reflejos ni nada que contar. Estaba
descubriendo la perversión del libro en blanco. Pronto me quedé sin
páginas y seguí escribiendo en trozos de papel que iba guardando
dentro de las tapas del diario. !Qué vida más corta me habían
programado!
Pasado un tiempo, empecé a no tacharlo todo y a guardar las frases
que me permitían construir una diferencia con la realidad.
Diferencia que justifique un cambio de la mirada al mundo. Un cambio
de registro hecho de repeticiones que, en las páginas, no sólo se
multiplican sino que además se unen para formar, en su rebosamiento,
una realidad caleidoscópica, clara y sin sombras que pueda entroncar
con pasados atemporales que permitan ponerle un escenario a los actos
del presente. La memoria se inscribe en el espacio que queda entre lo
que podría haber sido y lo que fue. De esta manera, se forma un
escalón de realidad que germina en la reactualización de lo vivido,
en el reflejo del sentimiento evocado y en la manipulación del
pasado. Todo consiste en poder construir un “estar ahí” que no
genere ansiedad y explicar las acciones en primera persona para poder
construir así, a la primera persona.
Pasé unos años entre divagaciones literarias, buscando un placer
estético cuando miraba el sol por la mañana y cuando intentaba
descifrar distintos calores. También me interesé en la evocación
de los olores del vecindario y me fijé en como resuenan los pasos en
los callejones y en como resbala la lluvia por mis pestañas. Estos
años representaron un tiempo dedicado a llorar hacia adentro, a
sentir miedo cuando miraba la vida a los ojos, a evitar los desafíos,
a creer que nadie va a entenderme y a pensar que a los demás se les
conoce a través de la lectura de novelistas rusos. Fue un tiempo
largo y vacuo.
A base de coleccionar frases sin sentido y sombras ajenas, pude darme
cuenta que estaba rodeada de estereotipos vivientes. Y dejaron de ser
ecos y dejaron de ser sombras. Eran encarnaciones de la realidad
construidas por la podredumbre de los gestos que se iban convirtiendo
en palabra escrita antes de desaparecer. No me importaba lo que hubiera pasado, lo que de verdad importaba era como se
traducían los hechos a cosa vivida.
Mi ejercicio siguiente fue quedarme con el reverbero de palabras
caprichosas que abrían, de manera involuntaria, nuevos espacios
dialécticos, nuevos mercados de significación. Cambié mi manera de
ver el mundo. Ya no me afectaba el sol en la cara o la lluvia en los
pies. Sólo me interesaba a quienes tenía cerca. Saberlos. Empecé a
preguntar y me contestaron. Creo que ahí dejé la adolescencia.
Desde entonces, he seguido escribiendo pero, con otra actitud. No
busco justificar lágrimas sino que busco el placer de descubrir a
los demás desde una óptica distorsionada por la subjetividad y que
tizna al otro con toques grotescos por sacarlo de su propia historia.
La vida así explicada se convierte en una colección de actos
vertidos en forma de palabras sin articular , gestos explicados y
supuestas conclusiones que se empastan con otras fantasías del
pasado y se refuerzan con la iteración.
Cuesta abandonar el uso de expresiones prestadas que forman escenas
rígidas como naturalezas muertas y lanzarse a inventar una vida
mientras se va escribiendo. Cuesta darle autoridad a las sombras que
duermen en la memoria para que revivan y reproduzcan las escenas que
se escriben. Amalgama de gestos dialécticos que convierten
en bufón a quien señalan y rompen el discurso normativo para
generar disonancias extrañas. Amalgama descriptiva de cotidianidades
cuyo final está en cada palabra dicha. Amalgama hecha de impotencia
aparecida en el acto de nombrar ya que la nueva etiqueta cambia los
atributos originales.
Lo que de verdad creo es que he aprendido cual es la función de los
diarios: un diario sirve para escribir cada día las locuras.