miércoles, 28 de octubre de 2015

Narración 7

Querido diario.

Una vez, hace ya mucho tiempo, creo que en motivo de mi comunión, me regalaron un objeto un poco extraño: un libro encuadernado en piel de color rojo. En la portada se leía “Mi diario” escrito en letras doradas. La sorpresa fue al abrirlo, tenía todas las páginas en blanco. No entendí nada, ni siquiera entendí si debía agradecer semejante regalo. Lo miré, lo abrí, lo hojeé, lo dejé abierto sobre la mesa y lo volví a cerrar antes de preguntar su función. Me contestaron sin pestañear que era para que cada día escribiera mis locuras precedidas por la fecha de escritura. Parecía una broma y me quedé de pie esperando el verdadero regalo.

No fué hasta pasados unos años que intenté la conexión de la escritura con la vivencia, aquí no hacía falta saludar, presentarse o despedirse y eso fue lo primero de lo que fui consciente: nunca me había presentado. Sin casi saber quien era empecé a escribir un recuerdo para tacharlo después por la sensación de extrañeza que provocaba, por no reconocerlo al leerlo en voz alta. Mi vida era un borrón que acabó en la papelera.

Seguí escribiendo, tachando, reescribiendo, encerrando en jaulas de paréntesis, volviendo a tachar para acabar arrancando la hoja, para acabar como al principio pero, con una hoja menos en el diario. Mi vida no tenía sombras, ecos, reflejos ni nada que contar. Estaba descubriendo la perversión del libro en blanco. Pronto me quedé sin páginas y seguí escribiendo en trozos de papel que iba guardando dentro de las tapas del diario. !Qué vida más corta me habían programado!

Pasado un tiempo, empecé a no tacharlo todo y a guardar las frases que me permitían construir una diferencia con la realidad. Diferencia que justifique un cambio de la mirada al mundo. Un cambio de registro hecho de repeticiones que, en las páginas, no sólo se multiplican sino que además se unen para formar, en su rebosamiento, una realidad caleidoscópica, clara y sin sombras que pueda entroncar con pasados atemporales que permitan ponerle un escenario a los actos del presente. La memoria se inscribe en el espacio que queda entre lo que podría haber sido y lo que fue. De esta manera, se forma un escalón de realidad que germina en la reactualización de lo vivido, en el reflejo del sentimiento evocado y en la manipulación del pasado. Todo consiste en poder construir un “estar ahí” que no genere ansiedad y explicar las acciones en primera persona para poder construir así, a la primera persona.

Pasé unos años entre divagaciones literarias, buscando un placer estético cuando miraba el sol por la mañana y cuando intentaba descifrar distintos calores. También me interesé en la evocación de los olores del vecindario y me fijé en como resuenan los pasos en los callejones y en como resbala la lluvia por mis pestañas. Estos años representaron un tiempo dedicado a llorar hacia adentro, a sentir miedo cuando miraba la vida a los ojos, a evitar los desafíos, a creer que nadie va a entenderme y a pensar que a los demás se les conoce a través de la lectura de novelistas rusos. Fue un tiempo largo y vacuo.

A base de coleccionar frases sin sentido y sombras ajenas, pude darme cuenta que estaba rodeada de estereotipos vivientes. Y dejaron de ser ecos y dejaron de ser sombras. Eran encarnaciones de la realidad construidas por la podredumbre de los gestos que se iban convirtiendo en palabra escrita antes de desaparecer. No me importaba lo que hubiera pasado, lo que de verdad importaba era como se traducían los hechos a cosa vivida.

Mi ejercicio siguiente fue quedarme con el reverbero de palabras caprichosas que abrían, de manera involuntaria, nuevos espacios dialécticos, nuevos mercados de significación. Cambié mi manera de ver el mundo. Ya no me afectaba el sol en la cara o la lluvia en los pies. Sólo me interesaba a quienes tenía cerca. Saberlos. Empecé a preguntar y me contestaron. Creo que ahí dejé la adolescencia.

Desde entonces, he seguido escribiendo pero, con otra actitud. No busco justificar lágrimas sino que busco el placer de descubrir a los demás desde una óptica distorsionada por la subjetividad y que tizna al otro con toques grotescos por sacarlo de su propia historia. La vida así explicada se convierte en una colección de actos vertidos en forma de palabras sin articular , gestos explicados y supuestas conclusiones que se empastan con otras fantasías del pasado y se refuerzan con la iteración.

Cuesta abandonar el uso de expresiones prestadas que forman escenas rígidas como naturalezas muertas y lanzarse a inventar una vida mientras se va escribiendo. Cuesta darle autoridad a las sombras que duermen en la memoria para que revivan y reproduzcan las escenas que se escriben. Amalgama de gestos dialécticos que convierten en bufón a quien señalan y rompen el discurso normativo para generar disonancias extrañas. Amalgama descriptiva de cotidianidades cuyo final está en cada palabra dicha. Amalgama hecha de impotencia aparecida en el acto de nombrar ya que la nueva etiqueta cambia los atributos originales.


 Lo que de verdad creo es que he aprendido cual es la función de los diarios: un diario sirve para escribir cada día las locuras.

domingo, 18 de octubre de 2015