El cumpleaños
Sólo había unos pocos
metros. No era mucha distancia la que separaba el sillón de la mesa
del comedor. Ya hacía rato que Rosa calculaba cómo iba a levantarse
para poder dar los pasos certeros que la colocarían en el borde de
la mesa. Empresa difícil cuando el cuerpo no obedece, sólo la
intención ya duele con un dolor afilado que corta los tendones y
deja el cuerpo flácido e inmóvil. Un intento más por levantarse
del asiento que se convirtió, desde hace tiempo, en su contramolde.
Apretó con más fuerza con los codos en los brazos del maldito
sillón. ¿Quien le mandaría sentarse en un lugar que es tan difícil
de abandonar? Sólo consiguió notar calor, un calor en la cara
mientras seguía clavada en su asiento. Le dolían las muelas del
esfuerzo. Descansó un momento y siguió pensando que debía
concentrar sus fuerzas en un gesto útil que le permitiera levantarse
del sillón y dar los pasos que la acercaran al borde de la mesa.
Había que cambiar de estrategia. Se agarró muy fuerte a su asiento,
levantó los pies del suelo con las rodillas dobladas y empezó a
balancear el cuerpo hacia adelante y hacia atrás con un rango de
movilidad cada vez mayor hasta que las nalgas se separaron del
sillón. Desde el centro del comedor, empezó a arrastrar los pies y
con ellos el resto del cuerpo hacia el borde de la mesa.
Nadie se había dado
cuenta de lo que hizo el tiempo con su espalda. Parece que siempre
hubiese estado así de encorvada. No se puede decir que esta imagen
sea un jugueteo de la memoria familiar lo que pasa es que ya entró
como un arco en la vida de todos los que ahora la rodean. Y es esta
postura la que define a Rosa como protagonista en las conversaciones
sobre descuidos y actos pueriles escondidos. Toda la familia inclina
el tronco cuando hablan de estos temas.
La estaban esperando
alrededor de la mesa: Carlos, su adorado hijo y María, la pesada de
su hija. Entre los dos hermanos, habían dejado un hueco para Rosa
justo frente al pastel. Ese día, Rosa era el motivo de la
celebración, tenía que soplar las velas, cada año se añadía una
a la cuenta atrás. Este año era especial ya que Rosa cambiaba de
década, noventa velas. Rosa nunca había querido velas con formas de
números y ventilar así todos los años vividos de un sólo soplido.
Quería que cada uno de esos años tuvieran su llama, la misma carga
de representación. De esta manera lo ha celebrado siempre, no había
ningún motivo para cambiar las costumbres aunque ese día, Rosa
hubiera agradecido que alguien hiciera alguna trampa con eso de los
números de cera y en la mesa hubiera un pastel con algunos atajos
contables.
Rosa se agarró con
fuerza al borde de la mesa sin perder de vista el pastel ardiendo que
tenía delante y se fue inclinando hacia adelante hasta sentir un
escozor en los ojos. Y es que las cataratas no impiden el tacto.
Comieron el pastel en silencio. Nadie tenía nada que decir aunque
hubiera una conversación no articulada en el aire. Desde hacía
tiempo que había que buscar una respuesta al “quehacemosconmamá”
y hoy parecía un buen día para encontrarla.
Cuando Rosa juntó las
pestañas, María y Carlos iniciaron la conversación sobre la manera
de atender la dependencia creciente de Rosa. Hacía unos días que
los médicos habían anunciado la llegada del final. Entre las
metástasis pulmonares y el corazón que iba perdiendo el interés
por llevar sangre a todos los rincones, Rosa se estaba muriendo.
Es cierto que Rosa nunca
trató de la misma manera a sus dos hijos aunque nacieran en un mismo
parto y fueran el fruto de una misma concepción. Desde que quedó
viuda con los niños que aún no sabían pronunciar sus nombres,
Carlos fue su apoyo y a María le tocó representar el papel de
obstáculo metódico en todos sus pasos. Y es que no todo el mundo
tenía que caerle bien a Rosa.
Y así crecieron los
hijos de Rosa: Carlos parapetado detrás de los reflejos de una vida
ejemplar dedicando su tiempo a sumar satisfacciones y María creció
entre castigos mientras emponzoñaba su vida con desconfianzas. Y
Rosa fue cada día, más dura y soviética con María y más amable y
condescendiente con Carlos. Hay que educar a cada hijo según sus
necesidades.
Carlos tuvo novia siendo
muy joven, una prolongación de su madre que irradiaba admiración
por él con sólo verle respirar. Carlos también tuvo pronto a los
gemelos, dos niños preciosos, y obvió lo de morir joven como su
padre en su reproducción fiel de la familia normativa, la que había
aprendido. Carlos dedicaba todas sus energías a ganar dinero, de la
manera que fuese. Por dinero, todo valía, era un cabrón en el
trabajo y no tenía amigos. Sus vecinos dicen que una vez, un grupo
de empleados contrataron a unos santones brasileños expertos en
budú. Ni así consiguieron sacarlo del banco aunque murió uno de
los contratantes en un accidente de tráfico una semana después del
ritual. Les asustó el hecho que Carlos viajaba en el mismo coche y
cobró la indemnización por un latigazo cervical. En su afán
monetario, Carlos era asiduo de los casinos y disfrutaba de las
apuestas del tipo que fueran. Le encantaba ponerle precio a las
cosas. Y es que el dinero hace brillar hasta a la basura.
María no fue tan precoz
en nada: ni en los estudios que los terminó con más de cuarenta
años, ni en el trabajo que tampoco le preocupó demasiado ni en su
vida sentimental. Siempre vivió lejos de su familia en las épocas
que tuvo pareja. Épocas cortas, de unos meses. Nunca quiso presentar
a su familia a ningún objeto de sus antojos. Nadar y guardar la
ropa. Sobre todo guardar la ropa limpia y sin manchar con deseos de
gente despreciable. Y es que los demás eran meros objetos que
manejar a su antojo. María era una mujer castrante por lo castrada
desde su primer pestañeo en la tierra, nunca había prestado mucha
atención a su vida emocional, sólo buscaba una admiración fácil e
inmediata, no le importaba de quien llegara el requiebro. Con esta
filosofía, no era de extrañar que las relaciones le duraran lo que
un suspiro. Siempre volvía a la casa materna con alguna mentira para
engalanar su ausencia. Y es que María mentía continuamente en un
intento por favorecer su imagen para poder mostrarla a los demás,
mentía tanto que llegó a no reconocer la vida que estaba viviendo.
María estaba despistada.
Los dos hijos de Rosa
aprovecharon la celebración que se había reducido a unos mordiscos
a un pastel, para sentarse en el sofá y hablar sobre lo que cada vez
era más urgente. El médico les dijo hace unos días que su madre
estaba entrando en la “recta final”. Los hermanos empezaron a
articular trozos de palabras sin voz. No sabían por dónde empezar
la conversación aunque ambos habían pensado demasiado sobre su
madre y tenían muy claro lo que querían hacer. Así que empezaron
la conversación por el final: el cáncer estaba descolgando los
anclajes de los músculos de Rosa. Carlos era partidario de vender la
casa y con el dinero pagar una residencia y, cuando a su madre ya no
le hiciera falta, repartir lo que quedara. María contestó casi sin
pensar que en esta casa también vivía ella y que la casa de su
madre también era suya. Le propuso a Carlos quedarse con la casa y
cuidar a su madre. La poca confianza en ella misma le impedía buscar
nuevas formas de vida.
Rosa ya pagó el piso y
la casa de veraneo de Carlos. Durante este tiempo, le fue repitiendo
a María que cuando ella se casara, los padres de su novio también
le regalarían piso y casa. A nombre de su novio, eso sí. Pero,
María no se casó nunca y se quedó sin comprobar si era cierta la
máxima que repetía su madre durante años. Aunque Carlos no
necesitaba otra casa, veía la casa de su madre como una cuestión de
derecho. De todas maneras, aceptó la propuesta de María, la
aritmética del balance entre el valor actual de la casa y los gastos
que podía generar su madre demostraba una pérdida pequeña sin
contar con la ganancia en tiempo y los gastos de viajes. Carlos ya
tenía el resto y no iba a preocuparse por una casa vieja ni por los
cuidados de nadie. Llegado al acuerdo, se acercaron a su madre y
empezaron a hablar de cosas sin importancia. Pronto quedó la casa en
silencio. Hablar de la lluvia era una conversación corta. Carlos
rompió el silencio y empezó a exponer sus decisiones mientras María
asentía con murmullos de mansedumbre. Necesitaban el consentimiento
de Rosa para cambiar la titularidad de la casa y de las cuentas, para
aislarla, para convertirla en alguien sin voz. Rosa estaba
sorprendida, no entendía el motivo de vivir, a partir de una fecha
determinada, bajo la tutela de alguien que no la conoce de casi nada,
que desconoce sus gustos y su estilo en la toma de decisiones. No
veía solución y Rosa aceptó. Todo tiene una última vez. Rosa se
despidió del notario que, hasta ese momento, se habían visto de
manera habitual por sus negocios y compraventas. No leyó nada, tenía
prisa por firmar, por acabar con aquella situación tan desagradable.
Carlos las acompañó en coche a la que ahora ya era la casa de
María, les sonrió sin bajar del coche y desapareció para siempre.
Y es que cada cual tiene unos siempre distintos.
Rosa estaba horrorizada
por tener que depender de alguien que sólo le debe el pago de malos
momentos, de agravios comparativos, de rechazos y de alejamientos. De
alguien que no olvida y que quiere rentabilizar tantos años perdidos
esperando el rechazo rotundo y casi generoso de Rosa. Pero Rosa se
aferró a su hija esperando que brotara un sentimiento que la
obligara a tratarla bien. Sólo consiguió sentir vergüenza ante los
demás por haber tenido una hija tan poco agraciada y torpe.
María nunca tuvo celos
de Carlos, nunca deseó verlo muerto. Sentía admiración por él y
lo imitaba en todas las cosas aunque el resultado era muy distinto.
Quería que le enseñara la manera de conquistar a mamá. Así fue
como María se convirtió en una mujer caprichosa y exigente y con el
tiempo se fue acostumbrando a las negativas a todas sus cada vez más
descabelladas propuestas.
Así fue como María
entró en el juego de la perversión. Juego centrado en mentiras, en
pedir lo que seguro se negará, en pedir sin pensar lo que se quiere.
María perversa sólo quiere ganar cada día más tolerancia al
riesgo que necesita para sentir el vértigo que provoca la negativa.
Vértigo generador de apego a base de pérdidas crecientes. Pérdidas
envueltas en la felicidad fácil que apunta a la promesa de ganar un
día. Juego en el que todo es posible y que permite soñar con amores
absolutos y con fortunas inmensas. Juego que permite disfrazar la
insatisfacción que provoca el vacío absoluto de quien nunca ha
intentado diseñar su vida ni dar forma a sus deseos. Vacío
esculpido por años de exigir lo negado desde siempre, vacío que
queda encubierto por la continuidad del juego que es lo único que
aporta seguridad a su vida. Y es que María está hecha de negativas
producto de su estrategia para conseguir falsas ilusiones. Estrategia
que le ha permitido sentirse única en el mundo y, desde el
encumbramiento proporcionado por su guerra particular, ha podido
rechazar la mediocridad del ser humano, los amores inciertos, las
dificultades para llegar a fin de mes y las condiciones laborales
vulgarizantes. Desde luego que María no aceptaría nunca estas
ordinarieces. Y así fue apartándose de su entorno para encerrarse
en una adolescencia perpetua mantenida por una lógica maleable a su
antojo que siempre le daba la razón. Así, María perdía a cada
jugada pero, se sentía vencedora y ese sentimiento de partida ganada
eliminaba la culpabilidad del daño ocasionado por su afán de
dominación hasta la hemorragia para poder convertir a quien tiene
cerca en una ficha más del juego.
María nunca fue
consciente de causar daño a nadie, sólo imitaba lo que veía y sólo
tenía que seleccionar lo que iba a dar timbre a su voz y elegía lo
que podía ser más impactante, lo que podía convertirla en un golpe
de efecto contundente. La verdad es que nunca tuvo autonomía para
sus decisiones, siempre necesitaba tener cerca estereotipos de
identificación que le presten retales de discursos fáciles de
repetir y cómodos de ensamblar, como si uno fuera la proyección del
otro. Discursos atemporales que tejen la moral al uso. Y es esta
moral la que María utiliza para ejercer el poder, para hacer del
otro un muñeco. No soporta que se le cuestione nada ni que alguien
pueda abrir brechas de las porosidades de sus discursos. Y es que
María es increíble porque no es ella quien habla.
Cuando entraron las dos
en casa, María cerró la puerta y, entre gritos y empujones, sentó
a su madre en el sillón. María se apoyó en un saliente de la pared
que había frente a la ventana. Era su lugar preferido. Fue desde ahí
que María le dijo a su madre que el cáncer que tenía ya estaba muy
avanzado y que la pereza creciente de sus órganos hacía lo demás.
Le confesó que por un momento tuvo miedo de no llegar a tiempo.
Ahora todo estaba bien, la casa ya era suya y ayudaría a Rosa a
despedirse de la vida de una manera inolvidable. Era el momento de
hacerse oír y de dejar de ser ninguneada hasta la transparencia.
María, empezó a
animarse con su discurso y le dijo a su madre que siempre había sido
una caprichosa y que sus antojos de adolescente habían dibujado una
vida como una maraña de despropósitos propios de quien no ha
conseguido nunca nada. Era complicado dar marcha atrás, ya sólo
quedaba palidecer, ahogarse y perderse en la estela del golpe certero
que la descabalgaría pronto de la vida. María empezaba a sentir
algo nuevo, María empezaba a sentir el placer que va creciendo con
la crueldad de la venganza, se le aceleraba el pulso cada vez que
miraba a su madre. Y eso fue lo que hizo: mirar a su madre fijamente
como si todo su entorno se concentrara entre sus cejas. Y Rosa
conoció el miedo mientras su hija decía en un sólo suspiro que la
casa ya era suya y que su hermano no volvería a estar ni un minuto
más con su madre. Todo un festival de oportunidades para devolver el
dolor a quien la había anulado. La verdad es que tampoco fue tan
malo lo que le enseñó su madre. María aprendió que no había que
querer a nadie y se ahorró muchos desengaños. También aprendió a
quererse, a enamorarse cada día de su imagen y a intentar que los
demás sintieran lo mismo. Eso sí que era intercambio de emociones.
Otra cosa que aprendió sin dificultad fue a medir su fuerza y a
liberarla en forma de poder entre cuantos dependientes había en su
entorno. Siempre le habían gustado los niños.
María seguía con la
mirada fija en los ojos de su madre, nunca había pensado que morirse
era ir soltando cosas al compás de la respiración. María retomó
la palabra y le dijo a su madre que se estaba encharcando, que el
agua de su cuerpo se salía de los vasos y llenaba los alveolos de
los pulmones, las cavidades, la piel, Rosa se estaba derramando y
María había decidido no seguir dándole las pastillas para orinar y
poder eliminar así el agua ectópica de su anatomía. Ya no había
más pastillas para poner freno a los rebosamientos de Rosa y María
repetía cantando que no pensaba ir a la farmacia. Siempre le había
caído mal el farmacéutico.
Rosa quedó convencida
que no iba a tener una muerte dulce cuando vió que no quedaba
ninguna jeringuilla de cloruro mórfico y que María acercó la
receta a la llama de su encendedor mientras encendía un porro.
Mientras se convertía la receta en humo, María recordaba los gritos
de su madre para que fuera a fumar al patio. Mientras Rosa estaba
ensimismada en naderías y ocupada en respirar, María iba echando el
humo a la cara de su madre. María tiró la colilla a los pies de su
madre y se prendió una brasa en la alfombra, intentó agacharse para
apagarla pero, no podía moverse, estaba pegada a la pared como si
formara parte de las paredes de la casa. Rosa se dio cuenta que la
camisa de su hija se había enredado en unos alambres de espino que
había allí colgados. Entonces Rosa levantó los pies hasta sentir
un aire cálido en las plantas, se soltó las zapatillas de los
empeines y tosió para que prendiera la llama en su calzado. Rosa se
levantó y, con cuidado de no caerse, acercó el borde inferior de su
vestido a las llamas y esperó a que éstas llegaran a sus rodillas y
dedicó sus últimos pasos a acercarse a su hija que cada vez estaba
más enredada en el alambre.
Rosa se quedó frente a
su hija, le dedicó la sonrisa de quien se va y se abrazó a María
mientras le decía “vámonos de paseo, niña.”