Siempre queda algo.
María aun no entiende el motivo por el que volvió a casa de sus
padres. Ahora, tenía que adaptarse a su nueva vida y, dentro de
pocos días, a otra vida aún más nueva. Ha sido largo el tiempo que
ha vivido en el bloqueo que perturba los sentidos y entre el babeo
que añade significados oscuros a la palabra articulada. Ha sido
mucho el tiempo que ha vivido privada de sus propios deseos y
haciendo lo que otros creían que estaba bien. Ha pasado tanto tiempo
desde que salió de la casa a la que ahora vuelve que ya no la
reconoce. Y es que, el tiempo le ha cubierto la piel de costras que
costarán de arrancar porque se han vuelto su verdadera piel. Costras
insensibles e incapaces de hacer temblar pero, limitan los
movimientos y contienen todo lo que de humana le queda a María;
incluso a veces huelen a algo ya pasado.
María sigue caminando hacia el lugar donde viven su madre y su
hermana. Anda intentando fijar la mirada en un punto que no encuentra
sin mirar a los lados. Casi no pestañea, es como si el paisaje se
hubiera cansado de María y la hubiera abandonado. María ha perdido
su escenario y sigue andando en modo automático mientras intenta
recordar la última vez que alguien le deseara los buenos días o que
le preguntara lo que le gustaría hacer. Es cierto que María es hija
de la globalización e Internet eliminó, desde hace tiempo, muchos
motivos para encontrarse con alguien. Ya desde antes de ingresar en
el centro de salud mental, María practicaba muy poco el arte del
encandilamiento de desconocidos que le acabaran de presentar mediante
la interpretación de versiones mejoradas de ella misma. En aquellos
tiempos, todo parecía más fácil y la portabilidad de las emociones
había ido sustituyendo al ritual de salir con alguien. Durante su
encierro, tuvo momentos para mantener relaciones esporádicas con
gente desconocida de lugares desubicados de su mapa interior.
Encuentros virtuales que siempre terminaban como habían empezado:
con un clic. Y esa era la vivencia del amor inherente a la naturaleza
temporal de María. Y es que, lo único que tenía María era tiempo
libre para dar vueltas por la red y así, aprendió a construir
relaciones tan nuevas como superficiales. Cada vez que se sentía
sola recurría a Internet y cada día se sentía más sola, con una
soledad de las que muerden la barriga y arrancan todo deseo, sólo la
acompañaba la obsesión por acumular saludos anónimos.
No sólo era la soledad lo que le daba esa imagen espectral a María,
también había que tener en cuenta lo dañada que estaba su memoria.
Para ella todo era nuevo, nada tenía referentes que pudieran dar
significado a las impresiones de su retina, para volver a ser ella
deberá revivir sus momentos felices y aceptar sus derrotas. Ahora su
vida es un montón de retales sin sentido. Este fue el precio que
tuvo que pagar para socializarse: tuvo que dejar que quemaran los
malos pensamientos y los sustituyeran por otros domesticados y a
semejanza de lo deseable por la mayoría, es mejor no tener ninguna
idea que pueda entorpecer el paso de la vida. Cada vez que afloraba
un pensamiento disonante con la razón ajena, había que eliminarlo
con corriente eléctrica, dos veces por semana, o con un jarabe
limpiador de ideas parásitas. Así, al cansancio doloroso de María
lo llamaron éxito del tratamiento.
El ingreso de María en la casa de salud mental debería haber durado
hasta su fallecimiento pero, la incluyeron en un estudio piloto sobre
la capacidad de control del paciente con una buena respuesta al
tratamiento institucionalizado. El azar del doble ciego hizo que la
enviaran a su casa a preparar su antigua habitación para volver a
habitarla. Dentro de pocos días, María ingresaría en una comunidad
terapéutica que le daría la libertad para estar en su casa los
festivos y los fines de semana.
María nunca supo el diagnóstico que motivó su ingreso. Sigue
pensando que fue obra de sus padres, de exageraciones al explicar
detalles y de sus momentos de baja reacción. Aceptó lo que decían
porque no encontraba las palabras generadoras de respuestas y tampoco
encontró una cadencia convincente para sus sollozos. Con el tiempo,
María ha tenido acceso a su historia clínica donde constan más de
cuatro diagnósticos distintos que no son más que cuatro formas
diferentes de nombrar la locura, lo que no es normal. María tampoco
recibió un tratamiento específico y adecuado a alguno de sus
diagnósticos, recibió algo de tratamiento enfocado a la eliminación
de la capacidad para generar problemas aunque esto significara el
inicio de un proceso de cronificación irreversible.
María llega a casa de su madre y se queda mirando la puerta para
confirmar que aquella imagen no es un parásito de la memoria. Cuesta
ir por el mundo con una memoria inventada que construye la realidad a
partir de manipulaciones de ensueños. María se siente sometida a
una memoria caprichosa que recuerda y borra, que da forma a una
emoción mientras va desapareciendo a la vez. La puerta frente a la
que estaba no era el producto de una mirada de racionalidad sometida
al uso de sustancias perturbadoras de la lucidez sino que era una
imagen que seguía anclada a la realidad vivida durante los muchos
años que vivió en esa casa. Y llamó al timbre. Y abrió su
hermana. Hacía un rato que la esperaban. Se intercambiaron saludos y
besos. Sin casi darse cuenta, María ya estaba en el comedor de su
casa. Su madre, sentada en el sofá, leía un libro que dejó sobre
la mesa auxiliar que tenía cerca. Estaba vacío el sillón donde
solía sentarse su padre. Su madre le recordó que había muerto
cuando María aún vivía allí y mientras, se levantaba para
abrazarla. María no recordaba los muchos días llorando y buscando
algún indicio de vida paterna, era como si hubiera digerido esa
parte de su vida y sólo podía recuperar sensaciones exageradas y
sin forma. Ahora debía reconstruir ese duelo sin poder utilizar el
rastro de experiencias previas y sin poder retomar ningún después.
María va a su habitación, amontonaron allí todas sus cosas. Una
vez dentro, cerró la puerta y se encontró con su pasado. Aunque
nunca tuvo tendencia a guardar cosas, la habitación estaba llena de
muebles, trozos de objetos de los que colgaba un enchufe y cajas que
contenían cosas de pequeño tamaño. Lo único que tenían en común
todos esos objetos era su utilidad, no servían para nada aunque
parece que el descubrimiento de la basura vital es algo que
caracteriza a los reencuentros. María empezó a meter cosas en
bolsas de basura y a llevarlas al contenedor. Cada vez que pasaba por
delante de su madre o de su hermana, le dedicaban una sonrisa.
Estaban contentas de volver a tenerla en casa. María tardó varias
horas en poder hacer un poco de espacio para el contenido de su
maleta. Cuando iba a guardar la ropa interior en uno de los cajones,
encontró una caja de zapatos sin tapa que contenía objetos de
distintas naturalezas que posiblemente acabaron allí por no haber
encontrado un cubo de basura cerca. De todas formas, esa caja llamó
la atención de María, estaba muy bien guardada. Era lo único que
habían respetado durante su ausencia, todo lo demás estaba
amontonado en lo que parecía un festival de la obsolescencia.
María se sentó en el borde de la cama con la caja en su regazo.
Pensó que hay muchos motivos que invitan a guardar cosas. A veces se
guardan cosas singulares de las que no volveremos a encontrar nunca
nada parecido. Hacen sentir diferentes. Otras veces los objetos no
tienen ninguna carga semiótica y sólo sirven para dar sentido de
contenedor al envoltorio. Otras veces, en la cajas se guardan
recuerdos, objetos con capacidad evocadora de olores y sensaciones,
objetos que al tacto hacen revivir escenas unidas por un hilo
narrativo que va trenzando la vida ficticia con los hechos reales.
También hay una tendencia a guardar objetos- símbolo de algo
oculto. Algunos de estos símbolos representan aquello que no se
puede contar y que queda en la oscuridad de los fondos de los muebles
para que nadie pueda interpretarlos, son los objetos- culpa. También
se pueden guardar objetos- recuerdo de encuentros ganados y de amores
perdidos, son los trofeos que arrancan sonrisas. Parecía que la caja
de María contenía recuerdos de determinadas situaciones. Y es que,
a veces, los recuerdos cristalizan perpetuándose en cosas un poco
difíciles de descifrar. María se dejó llevar por el azar de los
objetos que iban cayendo en sus manos.
Lo primero que cogió fue una foto del colegio. Parecía del último
curso. Ahí estaba María sonriente. Era una impronta de una verdad
distorsionada, como si hubiera sido una etapa feliz aunque la
felicidad en la escuela fue algo muy esporádico. Recordó las
mentiras que contaba a sus padres de pequeña y a sus amantes de más
mayor. Las adornaba hasta convertir una falta en algo fantástico. La
intencionalidad de la mentira siempre fue la misma: confundir hasta
ofuscar para hacer creer al otro cualquier cosa. No eran simples
mentiras de las que despistan y alejan de la culpabilidad, eran
representaciones de una realidad que nunca ha existido. Pegado a la
foto había un trozo de papel con la dirección apuntada de un
refugio de pescadores en el acantilado donde María pasaba los
veranos con su familia. No puede recordar quien escribió la
dirección pero, la lectura de esta nota la lleva a una fiesta que
fue y se olvidó de recoger a su hermana de la academia de baile. Fue
la primera vez que bebió alcohol hasta caerse y fue la primera vez
que dijo sí a la convivencia con quien entonces era su pareja. Un
trozo de hilo de nailon le recuerda a la guitarra con la que acompañó
la canción del sí. María explora la memoria a través de los
puentes de la lógica, intentando recordar las notas y sólo consigue
dejar la mente en blanco. No puede ser que se haya perdido la canción
de su enamoramiento, la que cantaba en la playa al inicio de su
convivencia. Convivencia nefasta que no llegó ni a empezar y que se
llevó a la canción. Estas pérdidas de conexión forman un rosario
de espacios vacíos separadores de escenas que convierten el pasado
en imágenes sueltas con poco sentido.
Poco a poco se va dando cuenta de que no hay objetos sin sentido,
todos tienen un poder evocador. Mientras mira fijamente la piedra que
tiene en sus manos, ésta se va convirtiendo en la visión de un
peñasco recortado de donde cayó la pareja de María durante una
discusión a causa de una tercera persona. Y es que le dijeron que
había quedado con una amante de hacía años. Fue sólo un traspiés.
No puede ser que María tropezara y aprovechara su caída para
cogerle los tobillos y hacer que cayera al precipicio. Tardó dos
días en morir en soledad, María estaba detenida y llevaba en el
bolsillo la piedra con la que tropezó durante la discusión.
Todas estas escenas han quedado difuminadas en la memoria de María
como si fuesen una narración ajena, una fantasía que da al conjunto
de vivencias un aspecto de falsedad. Toda una ayuda para aseptizar el
pasado. Y es que, el mundo de los recuerdos no permitía que María
se adaptara al presente y sólo podía diseñar sinuosos caminos de
vuelta al pasado que no necesitan una lectura lineal de la vida.
María no quería entender nada aunque ahora, los objetos de la caja
rebosaban significados. De nada servían ya las memorias construidas
con percepciones, fármacos y manipulaciones de deseos.
Fue su madre quien más insistió al forense que forzara un
diagnóstico que librara a María de una larga condena. Y María se
libró ingresando en una casa de pensamientos trastornados.