lunes, 17 de septiembre de 2018

Narración 14


Siempre queda algo.

María aun no entiende el motivo por el que volvió a casa de sus padres. Ahora, tenía que adaptarse a su nueva vida y, dentro de pocos días, a otra vida aún más nueva. Ha sido largo el tiempo que ha vivido en el bloqueo que perturba los sentidos y entre el babeo que añade significados oscuros a la palabra articulada. Ha sido mucho el tiempo que ha vivido privada de sus propios deseos y haciendo lo que otros creían que estaba bien. Ha pasado tanto tiempo desde que salió de la casa a la que ahora vuelve que ya no la reconoce. Y es que, el tiempo le ha cubierto la piel de costras que costarán de arrancar porque se han vuelto su verdadera piel. Costras insensibles e incapaces de hacer temblar pero, limitan los movimientos y contienen todo lo que de humana le queda a María; incluso a veces huelen a algo ya pasado.

María sigue caminando hacia el lugar donde viven su madre y su hermana. Anda intentando fijar la mirada en un punto que no encuentra sin mirar a los lados. Casi no pestañea, es como si el paisaje se hubiera cansado de María y la hubiera abandonado. María ha perdido su escenario y sigue andando en modo automático mientras intenta recordar la última vez que alguien le deseara los buenos días o que le preguntara lo que le gustaría hacer. Es cierto que María es hija de la globalización e Internet eliminó, desde hace tiempo, muchos motivos para encontrarse con alguien. Ya desde antes de ingresar en el centro de salud mental, María practicaba muy poco el arte del encandilamiento de desconocidos que le acabaran de presentar mediante la interpretación de versiones mejoradas de ella misma. En aquellos tiempos, todo parecía más fácil y la portabilidad de las emociones había ido sustituyendo al ritual de salir con alguien. Durante su encierro, tuvo momentos para mantener relaciones esporádicas con gente desconocida de lugares desubicados de su mapa interior. Encuentros virtuales que siempre terminaban como habían empezado: con un clic. Y esa era la vivencia del amor inherente a la naturaleza temporal de María. Y es que, lo único que tenía María era tiempo libre para dar vueltas por la red y así, aprendió a construir relaciones tan nuevas como superficiales. Cada vez que se sentía sola recurría a Internet y cada día se sentía más sola, con una soledad de las que muerden la barriga y arrancan todo deseo, sólo la acompañaba la obsesión por acumular saludos anónimos.

No sólo era la soledad lo que le daba esa imagen espectral a María, también había que tener en cuenta lo dañada que estaba su memoria. Para ella todo era nuevo, nada tenía referentes que pudieran dar significado a las impresiones de su retina, para volver a ser ella deberá revivir sus momentos felices y aceptar sus derrotas. Ahora su vida es un montón de retales sin sentido. Este fue el precio que tuvo que pagar para socializarse: tuvo que dejar que quemaran los malos pensamientos y los sustituyeran por otros domesticados y a semejanza de lo deseable por la mayoría, es mejor no tener ninguna idea que pueda entorpecer el paso de la vida. Cada vez que afloraba un pensamiento disonante con la razón ajena, había que eliminarlo con corriente eléctrica, dos veces por semana, o con un jarabe limpiador de ideas parásitas. Así, al cansancio doloroso de María lo llamaron éxito del tratamiento.

El ingreso de María en la casa de salud mental debería haber durado hasta su fallecimiento pero, la incluyeron en un estudio piloto sobre la capacidad de control del paciente con una buena respuesta al tratamiento institucionalizado. El azar del doble ciego hizo que la enviaran a su casa a preparar su antigua habitación para volver a habitarla. Dentro de pocos días, María ingresaría en una comunidad terapéutica que le daría la libertad para estar en su casa los festivos y los fines de semana.

María nunca supo el diagnóstico que motivó su ingreso. Sigue pensando que fue obra de sus padres, de exageraciones al explicar detalles y de sus momentos de baja reacción. Aceptó lo que decían porque no encontraba las palabras generadoras de respuestas y tampoco encontró una cadencia convincente para sus sollozos. Con el tiempo, María ha tenido acceso a su historia clínica donde constan más de cuatro diagnósticos distintos que no son más que cuatro formas diferentes de nombrar la locura, lo que no es normal. María tampoco recibió un tratamiento específico y adecuado a alguno de sus diagnósticos, recibió algo de tratamiento enfocado a la eliminación de la capacidad para generar problemas aunque esto significara el inicio de un proceso de cronificación irreversible.

María llega a casa de su madre y se queda mirando la puerta para confirmar que aquella imagen no es un parásito de la memoria. Cuesta ir por el mundo con una memoria inventada que construye la realidad a partir de manipulaciones de ensueños. María se siente sometida a una memoria caprichosa que recuerda y borra, que da forma a una emoción mientras va desapareciendo a la vez. La puerta frente a la que estaba no era el producto de una mirada de racionalidad sometida al uso de sustancias perturbadoras de la lucidez sino que era una imagen que seguía anclada a la realidad vivida durante los muchos años que vivió en esa casa. Y llamó al timbre. Y abrió su hermana. Hacía un rato que la esperaban. Se intercambiaron saludos y besos. Sin casi darse cuenta, María ya estaba en el comedor de su casa. Su madre, sentada en el sofá, leía un libro que dejó sobre la mesa auxiliar que tenía cerca. Estaba vacío el sillón donde solía sentarse su padre. Su madre le recordó que había muerto cuando María aún vivía allí y mientras, se levantaba para abrazarla. María no recordaba los muchos días llorando y buscando algún indicio de vida paterna, era como si hubiera digerido esa parte de su vida y sólo podía recuperar sensaciones exageradas y sin forma. Ahora debía reconstruir ese duelo sin poder utilizar el rastro de experiencias previas y sin poder retomar ningún después.

María va a su habitación, amontonaron allí todas sus cosas. Una vez dentro, cerró la puerta y se encontró con su pasado. Aunque nunca tuvo tendencia a guardar cosas, la habitación estaba llena de muebles, trozos de objetos de los que colgaba un enchufe y cajas que contenían cosas de pequeño tamaño. Lo único que tenían en común todos esos objetos era su utilidad, no servían para nada aunque parece que el descubrimiento de la basura vital es algo que caracteriza a los reencuentros. María empezó a meter cosas en bolsas de basura y a llevarlas al contenedor. Cada vez que pasaba por delante de su madre o de su hermana, le dedicaban una sonrisa. Estaban contentas de volver a tenerla en casa. María tardó varias horas en poder hacer un poco de espacio para el contenido de su maleta. Cuando iba a guardar la ropa interior en uno de los cajones, encontró una caja de zapatos sin tapa que contenía objetos de distintas naturalezas que posiblemente acabaron allí por no haber encontrado un cubo de basura cerca. De todas formas, esa caja llamó la atención de María, estaba muy bien guardada. Era lo único que habían respetado durante su ausencia, todo lo demás estaba amontonado en lo que parecía un festival de la obsolescencia.

María se sentó en el borde de la cama con la caja en su regazo. Pensó que hay muchos motivos que invitan a guardar cosas. A veces se guardan cosas singulares de las que no volveremos a encontrar nunca nada parecido. Hacen sentir diferentes. Otras veces los objetos no tienen ninguna carga semiótica y sólo sirven para dar sentido de contenedor al envoltorio. Otras veces, en la cajas se guardan recuerdos, objetos con capacidad evocadora de olores y sensaciones, objetos que al tacto hacen revivir escenas unidas por un hilo narrativo que va trenzando la vida ficticia con los hechos reales. También hay una tendencia a guardar objetos- símbolo de algo oculto. Algunos de estos símbolos representan aquello que no se puede contar y que queda en la oscuridad de los fondos de los muebles para que nadie pueda interpretarlos, son los objetos- culpa. También se pueden guardar objetos- recuerdo de encuentros ganados y de amores perdidos, son los trofeos que arrancan sonrisas. Parecía que la caja de María contenía recuerdos de determinadas situaciones. Y es que, a veces, los recuerdos cristalizan perpetuándose en cosas un poco difíciles de descifrar. María se dejó llevar por el azar de los objetos que iban cayendo en sus manos.

Lo primero que cogió fue una foto del colegio. Parecía del último curso. Ahí estaba María sonriente. Era una impronta de una verdad distorsionada, como si hubiera sido una etapa feliz aunque la felicidad en la escuela fue algo muy esporádico. Recordó las mentiras que contaba a sus padres de pequeña y a sus amantes de más mayor. Las adornaba hasta convertir una falta en algo fantástico. La intencionalidad de la mentira siempre fue la misma: confundir hasta ofuscar para hacer creer al otro cualquier cosa. No eran simples mentiras de las que despistan y alejan de la culpabilidad, eran representaciones de una realidad que nunca ha existido. Pegado a la foto había un trozo de papel con la dirección apuntada de un refugio de pescadores en el acantilado donde María pasaba los veranos con su familia. No puede recordar quien escribió la dirección pero, la lectura de esta nota la lleva a una fiesta que fue y se olvidó de recoger a su hermana de la academia de baile. Fue la primera vez que bebió alcohol hasta caerse y fue la primera vez que dijo sí a la convivencia con quien entonces era su pareja. Un trozo de hilo de nailon le recuerda a la guitarra con la que acompañó la canción del sí. María explora la memoria a través de los puentes de la lógica, intentando recordar las notas y sólo consigue dejar la mente en blanco. No puede ser que se haya perdido la canción de su enamoramiento, la que cantaba en la playa al inicio de su convivencia. Convivencia nefasta que no llegó ni a empezar y que se llevó a la canción. Estas pérdidas de conexión forman un rosario de espacios vacíos separadores de escenas que convierten el pasado en imágenes sueltas con poco sentido.

Poco a poco se va dando cuenta de que no hay objetos sin sentido, todos tienen un poder evocador. Mientras mira fijamente la piedra que tiene en sus manos, ésta se va convirtiendo en la visión de un peñasco recortado de donde cayó la pareja de María durante una discusión a causa de una tercera persona. Y es que le dijeron que había quedado con una amante de hacía años. Fue sólo un traspiés. No puede ser que María tropezara y aprovechara su caída para cogerle los tobillos y hacer que cayera al precipicio. Tardó dos días en morir en soledad, María estaba detenida y llevaba en el bolsillo la piedra con la que tropezó durante la discusión.

Todas estas escenas han quedado difuminadas en la memoria de María como si fuesen una narración ajena, una fantasía que da al conjunto de vivencias un aspecto de falsedad. Toda una ayuda para aseptizar el pasado. Y es que, el mundo de los recuerdos no permitía que María se adaptara al presente y sólo podía diseñar sinuosos caminos de vuelta al pasado que no necesitan una lectura lineal de la vida. María no quería entender nada aunque ahora, los objetos de la caja rebosaban significados. De nada servían ya las memorias construidas con percepciones, fármacos y manipulaciones de deseos.

Fue su madre quien más insistió al forense que forzara un diagnóstico que librara a María de una larga condena. Y María se libró ingresando en una casa de pensamientos trastornados.