miércoles, 11 de noviembre de 2015

Narración 8

El banco de los minutos robados

Para Laura

Hoy he dormido bien y no siempre duermo de la misma manera. Hay veces que duermo a trompicones alternando el sueño con trozos de noche para levantarme sin saber si estoy despierta o dormida. Otras veces, mantengo la tensión acumulada durante el día y me levanto con el mismo malhumor que tenía al acostarme. Una noche perdida. También hay días que me duermo dándole vueltas a algo que me preocupa y me despierto dando vueltas igual aunque la preocupación se ha llenado de ensoñaciones y se ha vuelto irreconocible. Pero, esta noche he ido a dormir casi sin pensarlo y he tenido un sueño reparador. Estoy como nueva. Y es que ayer fui feliz al encontrarme con quien quisiera compartir todos los minutos de mi vida. A su lado he conocido la vertiente mágica del estar porque sabe hacer brillar todo lo que mira. Supongo que por eso, hoy me brillan así los ojos.

Ayer por la noche, al llegar a casa, descubrí que estaba llena de duendecillos, muchos y muy pequeños, de los que no se ven pero se sabe que están ahí cuando desfilan ya que marcan el paso echando suspiros al aire como si cantaran un himno. Eran suspiros de placidez mezclados con risas. Ayer descubrí que se les podía pedir cosas aunque alboroten un poco y parezca que no escuchen. Les pedí un sueño corto e intenso. Sonrieron y me arroparon. También les pedí repetir el día de ayer. Entonces, me besaron en la frente y se pusieron a hacer cometas con los abrazos.

Esta mañana, al prepararme el desayuno, me ha parecido ver, al lado de la cafetera, una pinza de tender la ropa que tenía cogido un beso de los que recibí al vuelo ayer, un beso de esos que se roban con la mirada y se envían con un gesto al aire. Cuando he ido a soltarlo, he oído un ruido como de rallar cristales y es que, no era una pinza de tender, era uno de los duendecillos de la casa lo que tenía cogido por las orejas. Estaba gritando de dolor. Con el ruido han salido duendecillos de todos los rincones, no muerden pero sacudían el cuerpo de una manera desagradable, como si se estuvieran quemando. Se han comido el beso y, mientras la hacían, soltaban una luz color de otoño. Los he dejado comiendo las caricias que no he podido hacer al despertarme.

Una vez en la calle, me he dirigido a la estación donde para el tren que me lleva al trabajo. Para llegar al andén, debo cruzar un puente de metal hasta el otro lado de las vías. Este puente está elevado un tramo de escalones y, junto con unas viseras de uralita pegadas a las paredes, es el único techo de la estación. Puede decirse que más que una estación de trenes descubierta es un alto en el camino de una maquinaria infernal que me deja cada día a un paseo de mi trabajo.

Antes de llegar al andén, me he parado un rato en el puente para mirar el banco de los minutos robados. El banco que nos sentamos cuando no voy sola a la estación. El banco testigo de nuestras despedidas, siempre nos sentamos en el mismo. La verdad es que gana bastante con un poco de altura porque lo embebe el paisaje y crece en sentido. He podido volver a oír tantas despedidas repetidas tantas veces como los días que he deseado que no llegara nunca ese tren. Días de estar sentada escuchando palabras atropelladas sobre el próximo encuentro, días de afirmar con la cabeza y de mirar al suelo.

Esta mañana, había una mujer sentada con una maleta bostezando a sus pies. No le ha gustado mucho que me quedara mirando su asiento pero, parece que sabe tan bien como yo que mirar es un acto libre. Y en un abuso del ejercicio de mirar he llegado a la interfase entre sus muslos y el asiento. Creo que ha sido consciente de mi expresión molesta ya que ha fijado su mirada en la mía mientras le salían los ojos del cráneo. La verdad es que me molestaba que estuviera sentada de cualquier manera en nuestra estela hecha de búsquedas de contactos casi imperceptibles y de estremecimientos devueltos. Estela tejida con “tequieros” no articulados y dibujados a punta de dedo en nuestros regazos.

He bajado del puente y me he acercado al banco. Por debajo de los muslos de la mujer asomaba un “tequiero” que había pasado allí la noche. Solo. Me acerqué a él hasta casi poder oírlo y rocé con mi oreja la mejilla de la mujer que seguía allí sentada. No me dijo nada pero, apartó su cara con un gesto de desagrado. Me he llevado a “tequiero” colgado de mi flequillo. El tiempo no está para pasar noches a la intemperie y, además, el amor se teje con detalles, sin dejar poros ni vacíos.


 Cuando ha llegado el tren, me he dado la vuelta para despedirme de nuestro rincón, ya no quedaba ni un segundo de los que había vivido allí. Sólo quedaba una mujer incomodada parapetada detrás de una maleta que no paraba de bostezar.