El banco de los
minutos robados
Para Laura
Hoy he dormido bien y no siempre duermo de la misma manera. Hay veces
que duermo a trompicones alternando el sueño con trozos de noche
para levantarme sin saber si estoy despierta o dormida. Otras veces,
mantengo la tensión acumulada durante el día y me levanto con el
mismo malhumor que tenía al acostarme. Una noche perdida. También
hay días que me duermo dándole vueltas a algo que me preocupa y me
despierto dando vueltas igual aunque la preocupación se ha llenado
de ensoñaciones y se ha vuelto irreconocible. Pero, esta noche he
ido a dormir casi sin pensarlo y he tenido un sueño reparador. Estoy
como nueva. Y es que ayer fui feliz al encontrarme con quien quisiera
compartir todos los minutos de mi vida. A su lado he conocido la
vertiente mágica del estar porque sabe hacer brillar todo lo que
mira. Supongo que por eso, hoy me brillan así los ojos.
Ayer por la noche, al llegar a casa, descubrí que estaba llena de
duendecillos, muchos y muy pequeños, de los que no se ven pero se
sabe que están ahí cuando desfilan ya que marcan el paso echando
suspiros al aire como si cantaran un himno. Eran suspiros de placidez
mezclados con risas. Ayer descubrí que se les podía pedir cosas
aunque alboroten un poco y parezca que no escuchen. Les pedí un
sueño corto e intenso. Sonrieron y me arroparon. También les pedí
repetir el día de ayer. Entonces, me besaron en la frente y se
pusieron a hacer cometas con los abrazos.
Esta mañana, al prepararme el desayuno, me ha parecido ver, al lado
de la cafetera, una pinza de tender la ropa que tenía cogido un beso
de los que recibí al vuelo ayer, un beso de esos que se roban con la
mirada y se envían con un gesto al aire. Cuando he ido a soltarlo,
he oído un ruido como de rallar cristales y es que, no era una pinza
de tender, era uno de los duendecillos de la casa lo que tenía
cogido por las orejas. Estaba gritando de dolor. Con el ruido han
salido duendecillos de todos los rincones, no muerden pero sacudían
el cuerpo de una manera desagradable, como si se estuvieran quemando.
Se han comido el beso y, mientras la hacían, soltaban una luz color
de otoño. Los he dejado comiendo las caricias que no he podido hacer
al despertarme.
Una vez en la calle, me he dirigido a la estación donde para el tren
que me lleva al trabajo. Para llegar al andén, debo cruzar un puente
de metal hasta el otro lado de las vías. Este puente está elevado
un tramo de escalones y, junto con unas viseras de uralita pegadas a
las paredes, es el único techo de la estación. Puede decirse que
más que una estación de trenes descubierta es un alto en el camino
de una maquinaria infernal que me deja cada día a un paseo de mi
trabajo.
Antes de llegar al andén, me he parado un rato en el puente para
mirar el banco de los minutos robados. El banco que nos sentamos
cuando no voy sola a la estación. El banco testigo de nuestras
despedidas, siempre nos sentamos en el mismo. La verdad es que gana
bastante con un poco de altura porque lo embebe el paisaje y crece
en sentido. He podido volver a oír tantas despedidas repetidas
tantas veces como los días que he deseado que no llegara nunca ese
tren. Días de estar sentada escuchando palabras atropelladas sobre
el próximo encuentro, días de afirmar con la cabeza y de mirar al
suelo.
Esta mañana, había una mujer sentada con una maleta bostezando a
sus pies. No le ha gustado mucho que me quedara mirando su asiento
pero, parece que sabe tan bien como yo que mirar es un acto libre. Y
en un abuso del ejercicio de mirar he llegado a la interfase entre
sus muslos y el asiento. Creo que ha sido consciente de mi expresión
molesta ya que ha fijado su mirada en la mía mientras le salían los
ojos del cráneo. La verdad es que me molestaba que estuviera sentada
de cualquier manera en nuestra estela hecha de búsquedas de
contactos casi imperceptibles y de estremecimientos devueltos. Estela
tejida con “tequieros” no articulados y dibujados a punta de dedo
en nuestros regazos.
He bajado del puente y me he acercado al banco. Por debajo de los
muslos de la mujer asomaba un “tequiero” que había pasado allí
la noche. Solo. Me acerqué a él hasta casi poder oírlo y rocé con
mi oreja la mejilla de la mujer que seguía allí sentada. No me dijo
nada pero, apartó su cara con un gesto de desagrado. Me he llevado a
“tequiero” colgado de mi flequillo. El tiempo no está para pasar
noches a la intemperie y, además, el amor se teje con detalles, sin
dejar poros ni vacíos.
Cuando ha llegado el tren, me he dado la vuelta para despedirme de
nuestro rincón, ya no quedaba ni un segundo de los que había
vivido allí. Sólo quedaba una mujer incomodada parapetada detrás de una
maleta que no paraba de bostezar.
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