Parece
que “posverdad” sea una palabra nueva que planea sobre casi todos
los folios dedicados a la escritura. Hay que hacerle un hueco en
nuestras frases, hay que ponerla en nuestros discursos para
actualizarlos y quitarles así el polvo que evidencia una crisis de
creatividad que se arrastra desde hace ya unos años.
La
posverdad o la “mentira piadosa” es algo que ha existido siempre
y que tiene su eficacia sobretodo cuando consigue la categoría de
“versión oficial”. Siempre hay una intencionalidad en la
mentira, una búsqueda de un beneficio del tipo que sea a cambio de
ofrecer un escenario inexistente, a cambio de un abuso de confianza.
Sólo se puede mentir a quien confía en el generador de falsedades.
De todas maneras, parece que la palabra “posverdad” conlleva una
carga semántica un poco distinta que la de la palabra “mentira”.
Mientras que la mentira se aprovecha de la confianza de alguien para
ocultarle alguna cosa (como no decirle a quien se le está pidiendo
dinero que se tienen deudas suficientes como para pensar que no se
podrá devolver el préstamo en el plazo acordado), la posverdad se
aprovecha de la necesidad de creer algo concreto por parte de un
segmento de la población. Estos grupos diana de la posverdad están
dispuestos a dar un valor de certeza a algo a todas luces falso
mientras que esté revestido de autoridad y apoyen sus creencias. Se
puede poner de ejemplo las campañas electorales, la mayoría acepta
que son mentira pero, se votan las promesas electorales que más se
adapten a la manera de sentir de cada cual, las que menos tensión
generen. De todas maneras, este dejar dormir a las conciencias sin
sobresaltos, no es gratis. La aceptación y defensa de posverdades
pone en marcha una cascada de mentiras que se agregan, una vez
filtradas y etiquetadas con un “megusta”, para estructurar una
realidad paralela más agradable a los sentidos pero, sin ningún
viso de realidad. No importa que la realidad que se viva sea ficticia
si esta se vive de forma coral. Lo importante es que la mayoría
acepte que comparten una misma vivencia generadora de opinión.
Puede
considerarse un ejemplo de posverdad el tratamiento mediático de la
muerte de Rita Barberá. El 23 de noviembre de 2016, casi todos los
periódicos de mayor tradición publican el mismo titular y la misma
nota de agencia, “Rita Barberá muere de un infarto en un hotel de
Madrid” (El país, El Mundo, La Vanguardia). En estas noticias, se
echa de menos la mirada crítica de algún redactor pero, estamos en
la época del copiar y pegar. No siendo suficiente esta afirmación,
al día siguiente (El País, 24-noviembre-2016) reitera y amplía la
información añadiendo que “la autopsia ha confirmado la parada
cardíaca como causa de la muerte”. Las “autopsias” no
confirman ninguna parada cardíaca ya que estas sólo se hacen si se
ha demostrado esta parada previamente. A nadie le abren en canal para
ver si aún está vivo. Se puede suponer que con este resultado de la
“autopsia” se refieren al infarto que decían el día anterior.
Un infarto que sea causa de muerte no se puede diagnosticar en una
autopsia ya que tarda varias horas (con el paciente vivo) en hacerse
detectable. Tampoco se pudo diagnosticar un infarto por quienes la
atendieron ya que Barberá estaba en parada cardiorrespiratoria
cuando llegaron los facultativos del Summa (para diagnosticar un
infarto mediante electrocardiografía, es necesario que el corazón
siga latiendo). Parece que hay que buscar razones que demuestren, de
alguna manera, una causa natural de muerte. A todas estas
imprecisiones se añade el testimonio de las “fuentes policiales”
para evitar dudas sobre las causas de la muerte. Así, estas fuentes
afirman que “se encontraron en la habitación unas pastillas para
la dolencia cardíaca”. Estas pastillas eran unos antihipertensivos
de uso muy general. Aunque es cierto que la hipertensión arterial es
un factor de riesgo de infarto, también es cierto que la mayoría de
los hipertensos que se tratan no acaban de esta manera.
Esta
cascada de imprecisiones, todas iguales, y el intento de escapar de
las explicaciones técnicas dan la sensación de que hay una voluntad
mayoritaria de ofrecer una explicación plausible y acabar con el
tema lo más rápido que se pueda. Parece que Barberá se estaba
volviendo incómoda. En ningún momento se intenta buscar la
reproducción fiel de esta muerte en los resultados ofrecidos por los
técnicos, más bien parece que se busca llenar el espacio dialéctico
social durante el tiempo que dure la expectación por el caso. Rita
debía llegar pronto al punto de saturación informativa. También la
clase política tuvo que colaborar al relleno informativo con perlas
del estilo “fué una magnífica política y una mujer honesta”
(D. Cospedal) o las palabras de Rajoy que se refieren a ella como
“una buena persona, decente y trabajadora” (El Mundo,
5-febrero-2017), parece que deberíamos redefinir todos estos
calificativos. Palabras tiernas que niegan cualquier acoso político
y permiten al PP seguir apuntando a la presión mediática que sufrió
Barberá desde que fue imputada, como una de las causas de su muerte
(La Vanguardia, 6-febrero-2017). Es cierto que hacía poco más de un
día que había declarado en el Tribunal Supremo por su presunta
vinculación en una operación de blanqueo de dinero del PP
valenciano. Aunque parece que esta contigüidad temporal entre su
muerte y su declaración y su posible disponibilidad a “tirar de la
manta” no tengan mucho que ver. La verdad es que la muerte de Rita
ha emborronado su declaración. Parece que esta versión dejaba en
entredicho a la prensa amiga de las estructuras de poder y al propio
gobierno con el fantasma del acoso planeando. Tenían la ventaja del
desprestigio que últimamente teñía el nombre de Barberá. Hasta en
plena borrachera la habían mostrado al público. Rita empezaba a
caer mal a la gente, era fácil empezar un juicio popular paralelo
pero, salvando a las instituciones. Así, el 5 de febrero “El
Mundo” afirma que “a Rita la mató su hígado” según el
informe médico definitivo de la autopsia al que ha accedido, en
exclusiva, “Crónica”. Informe del que no hay ninguna cita
literal en ninguna información y sólo se pueden encontrar versiones
explicativas de los hechos como la que aporta “La Vanguardia” al
día siguiente afirmando que Rita Barberá fallece de un fallo
hepático y que “además extrajeron gran cantidad de líquido
infeccioso de su cuerpo”. No parece que estas palabras puedan
formar parte de ningún informe forense pero, sirven para trasladar
la responsabilidad de su muerte a la propia Rita ya que una de las
causas de la cirrosis hepática que padecía Rita es el alcoholismo.
De todas maneras, el fallo hepático no se considera una causa de
muerte súbita. No parece que la sepsis que se insinúa como causa de
muerte hubieran permitido su declaración en el Tribunal Supremo
menos de dos días antes. Aunque hubiera tropezado cuando inició su
declaración tal como afirma el Mundo. Un traspiés no se considera
un signo de coma hepático. Este periódico, añade que la autopsia
definitiva demuestra que no murió a causa de la presión mediática
ni del acoso político aunque el PP había cumplido recientemente con
las exigencias de Albert Ribera de hacer que Rita abandonara su
escaño en el Senado a cambio del apoyo de su grupo político en la
investidura de Rajoy. “El Mundo” concluye que “con el informe
forense en la mano (que nadie ha podido leer) se descartan las
hipótesis de conspiración y homicidio”. Y la vida continua.
Seguro que todas estas afirmaciones son verdaderas, pero hay cosas
que se escapan y posibles preguntas sin responder. No hay que acusar
a nadie de manera gratuita pero, tampoco es necesario que se acepte
cualquier cosa.
Desde
luego que Rita tenía indicios de delito en sus actuaciones pero,
parece que en democracia, todo el mundo tiene derecho a un juicio
justo. Y Rita tuvo un juicio rápido. También cabe la pregunta sobre
si la muerte de Rita podía beneficiar a alguien o si Rita aportaba
más valor a los suyos muerta que viva. Parece que también deberían
aclararse estas cuestiones. Aclaraciones que deberían darse con la
misma celeridad con la que se intenta borrar su nombre de los
espacios públicos. Nunca más se ha vuelto a hablar de ella. Nadie
ha dado valor a las repetidas amenazas anónimas de muerte que sufría
Rita desde enero de 2015. La última la había recibido hacía pocos
días y le daba un plazo de vida hasta el 1 de diciembre. El
Ministerio del Interior sabía esto y también sabía que Rita estaba
asustada y que temía por su vida. Así, el último mensaje de su
teléfono móvil está dirigido a un alto cargo de interior:
“Simplemente recordarte de la nueva carta de amenaza que he
recibido. Esta vez me dan un plazo hasta el día 1...”. Tantas
prisas con eliminar a Barberá del escenario público deja un rastro
de dudas sobre si la maquinaria del Estado dispone de medios de
intimidación y utiliza recursos públicos para llevarlos a cabo.
Parece bastante grave esta situación y no debería taparse con un
“fallo hepático”.