viernes, 3 de julio de 2015

Narración3


Un recuerdo recurrente

Esta tarde, María tiene fiesta en el trabajo. Hoy es martes y su quiosco está cerrado. Tarde de añoranza y de búsqueda de la intensidad de vivencias pasadas. Es cierto que María sale menos desde que perdió la vista hace un par de años. Ahora, le supone un gran esfuerzo de orientación salir con sus amigas y además, cuando conversa, se hace un lío con los turnos de palabra, nunca acierta. A todo hay que acostumbrarse y las amigas de María se han acostumbrado a estar sin ella.

María pasa las tardes de los martes en el sofá de su casa distorsionando recuerdos para abrir nuevas vías de encuentro ya que la realidad no permite lo que el olvido no destierra. Tardes de languidez y de búsqueda de quienes estropearon ese quererse tan personal, tan único y tan inocente, quererse aprendido por iteración hasta el martilleo. Querer que busca la intensidad del sentimiento, el gesto quirúrgico de quien arranca trozos de identidad con las uñas y con las manos sin lavar. Ella nunca pensó que quererse doliera tanto y que sentirse viva doliera cada vez más fuerte y más lejos.  Aunque ahora todo fluye a través del acto que da alas a la rigidez esclerosante y tóxica de un pasado lejano pero, aún vivo. Sólo por eso ya vale la pena.

No parece que nunca la hubiera querido demasiado, sólo le tendió una red a la que María se lanzó sin preocuparle demasiado lo que dejaba atrás. Cosas del deseo. Y mientras María repetía a cada intento: “Vuelve, que ahora irá bien”, se iba tragando la vida sin masticar. Intentos cada vez más intensos hasta perder la perspectiva. Intentos provocadores del zarpazo certero que arrancó sus señas de identidad. Y es que son estas vueltas las que la consumían a bocados y no le dejaban pararse a pensar que todo podía ser de otra manera. Vórtice mortal que sólo la pérdida de la sumisión podía romper aunque ésta siguiera creciendo alimentada por el acogotamiento impuesto por el poder deseado. Era un poder ejercido a trompicones y era lo único que le permitía seguir hacia adelante. Un empujón para decir que no y otro empujón más, “…ahí…duele…tú ya sabes…”, para seguir pidiendo otro que la llenara de vida. Y es que la vida estaba ahí afuera vertiéndose al son de un poder brutal e inalcanzable.

María aún no ha podido entender por qué le arrancó los ojos en el penúltimo acto de amor. Ella misma le ayudó ya que era para que el amor fuera pleno, para evitar más engaños. No parece una razón pero, lo que sí es cierto es que cada vez era más difícil superar la embestida anterior aunque todavía quedaban retales de vida para compartir. Retales de investidura con los que María volvió una vez más al altar del sacrificio para hacer salir espumarajos de la boca de quien la estaba esperando. Este último encuentro fue el más intenso. A cada paso crecía la garra que tiraba de su vientre hacia adelante aunque ahora ya no tenía miedo porque no podía ver los ojos enrojecidos por la ira ni tampoco veía el gesto anticipatorio de las manos que iban a rodearle el cuello. Gesto que le llegó por el aire como un vibrar de bienvenida que hizo estallar su deseo en gritos al aire como doblar de campanas. Siguió avanzando con confianza segura de que el rugir que oía era de deseo.  María estaba tranquila.

Lo que María aún no ha podido entender es el motivo de dejarla unos días después sin ninguna explicación. Parece que se cansó de buscar emociones en alguien sin respuestas. María aún está perpleja ya que el último día que se vieron fue el mejor, incluso fue divertido, jugaron al escondite.

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