Conocí a Ana de la misma manera que se conoce a mucha gente: sin
quererlo y con la vida por arreglar. Era su cumpleaños y yo
acompañaba a una amiga mía a la cena de celebración. Ana abrió la
puerta y nos besamos, nos abrazamos, nos acariciamos y nos volvimos a
besar. Después nos dijimos algo así como “Qué guapa eres, hola”.
Aún recuerdo la consistencia gomosa de su lengua en mi boca y el
picor en los ojos provocado por sus cabellos. Siempre hay alguno que
se escapa de las curvas de los rizos. Aún recuerdo sus caricias. Aún
recuerdo aquel instante.
Después de la presentación, todo siguió igual. Fuimos a un rincón
de la casa y nos olvidamos del resto, todo lo que quedaba por saber
ya estaba aprendido de situaciones anteriores y seguro que era menos
interesante que lo que teníamos. Había que matar la curiosidad y
evitar caer en el hartazgo que provoca las preguntas rituales. Todo
consiste en alargar la magia hasta que se pueda y, sin proponerlo,
así lo hicimos. Nos pareció pronto cuando llegaron el sueño y el
cansancio despegando los tendones de los huesos y todo cayó como
cuando se desmonta una escenografía. El hambre, ya dolorosa, tiraba
del cuello hacia adentro. Ahora, ya pesaban los besos. Era momento de
orinar, de comer, de beber y de mirarse. Era el momento de decirse
algo que rompiera este ritual tan humano. Nos dijimos nuestros
nombres y nos dimos los teléfonos. Había llegado el momento de
seguir con nuestras vidas y dejar que ese instante fuera eso, un
instante, espuma de vida.
A pesar de las promesas, tardamos varios años en volver a vernos y
fue de nuevo sin quererlo y con la vida por arreglar. Vivíamos cerca
y era sólo cuestión de tiempo coincidir en un semáforo. Volvió al
instante la avaricia de aquel día que hacía mirar y desviar la
vista a quienes andaban por la calle. Esta vez nos hablamos, nos
contamos las cosas del día a día que engalanan la vida: lo que
habíamos conseguido y lo que nos quedaba por hacer. Nos lo contamos
todo menos nuestras vidas emocionales. No era el momento de
polémicas. Fuimos a su casa y seguimos con las manifestaciones de
deseo hasta el agotamiento. Esta vez me fijé en sus ojos y
mantuvimos las miradas, fui consciente de su respiración mientras se
acompasaba con la mía, sentí una caricia al aire y hablaron sus
gestos. Tocaba despedirse otra vez: “Hasta luego. Me caso la semana
que viene. Un beso”. Y es que hay muchas maneras de despedirse.
Hay cosas buenas propias de la era digital como la posibilidad de
recibir mensajes; recibí un “quiero volver a verte” antes de
pisar la calle. Otra cosa buena que ofrece el mundo digital es la
posibilidad de responder de la misma manera. Quedamos para la semana
siguiente y luego para la otra. Ha habido muchos luegos y todos
propiciados por el mismo mensaje antes de poner el pie en la calle.
La verdad es que ahora ya no se dónde hay que ponerle los
paréntesis a la vida si en o entre los encuentros.
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